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 Prof. E. Sepúlveda T.

“Antropología Filosófica” Manfredo Kempff Mercado.

                        Introducción a la Antropología Filosófica

             Podría creerse que el hombre siempre se puso a sí como objeto central de meditación. ¿Qué otro ente puede interesar más al hombre mismo? Si el mundo físico ha sido estudiado en sus más variados aspectos desde que el hombre salió triunfante de su obscuro pasado natural, era de suponer que antes su reflexión se detuviera para sondear su propio misterio. Nada más sencillo que este razonamiento: interesarse primero por lo más próximo –la conciencia-, para de ahí dar un brinco al mundo circundante. O, lo que es lo mismo, hacer primero antropología y recién después cosmología.

             Pero no siempre debemos prestar nuestra adhesión a los razonamientos sencillos. Sucede a veces que su evidencia es engañosa, ya que mediante nuevos razonamientos llegamos a percatarnos del error. Así, en lo que a este problema se refiere. Por eso Locke, que en materia de observación difícilmente encuentra quien le aventaje, nos va a dar la clave a través de una curiosa y ya célebre analogía. “El entendimiento, como el ojo –escribe en la Introducción de su Ensayo-, en tanto nos permite ver y percibir todas las demás cosas, no se advierte a sí mismo, y precisa arte y esfuerzo para ponerlo a distancia y convertirlo en su propio objeto.”

             La misma dificultad encontramos en lo que, en forma más general, atañe a la totalidad del hombre. Este ha problematizado sobre las cosas más variadas del universo, y sólo en una etapa relativamente tardía de su historia se ha advertido a sí mismo como posible objeto de estudio. Antes la filosofía se ocupó de la marcha de la naturaleza, de los astros lejanos, del origen de las cosas, y bastante más tarde vino a caer en la cuenta de que el hombre constituía a su vez un misterio que merecía ser estudiado.

             Pero los argumentos de Locke, por más que necesarios para explicar una de las posibles causas del atraso en el conocimiento del hombre, no son por sí suficientes. Otras razones, no menos poderosas que las psicológicas, han ayudado a esta postergación del planteamiento filosófico del problema humano. Entre ellas podemos señalar las que atañen a la situación histórica de una época determinada en relación con sus necesidades más inmediatas. Las exigencias externas de la sociedad determinan la marcha del pensamiento filosófico por encima de los designios individuales. Es así como la filosofía tiene que acomodarse a las circunstancias prevalecientes en un tiempo determinado, circunstancias que, a la postre, constituyen sus más auténticas motivaciones.

             En Grecia presocrática, el interés de la sociedad se hallaba orientado hacia la colonización, el comercio y la agricultura, principalmente. De las necesidades emergentes de estas empresas, tales como el conocimiento de la naturaleza física, la geometría, el movimiento de los astros, los ciclos de las estaciones, etc., el pensamiento se orientó hacia el cosmos exterior, el estudio de sus fenómenos y el establecimiento de sus leyes. En buena cuenta, el problema cosmológico logró el más amplio predominio. Poco después, como consecuencia de las guerras contra los persas, las ciudades griegas, que habían otorgado derechos ciudadanos a ciertos grupos sociales a fin de conseguir su participación más activa en la contienda, confrontaron una serie de problemas hasta entonces inéditos. Era nada menos que la incorporación a la Polis de estos nuevos grupos sociales, hasta entonces marginados dentro del rígido sistema aristocrático feudal. La naciente democracia griega, abierta ahora a todos, requería la participación de una ciudadanía consciente de su responsabilidad y con un claro concepto de sus derechos y obligaciones. Esta necesidad determinó la aparición de los sofistas, maestros que viajaban de ciudad en ciudad impartiendo su enseñanza a quienes se interesaban en recibirla. El contenido de ésta, como la de Sócrates, no fue ya de tipo naturalista. Si el viejo naturalismo respondió a exigencias derivadas de un interés por las cosas exteriores, la naciente filosofía se haría cargo de las necesidades emergentes de la nueva situación del ciudadano griego: sus derechos políticos, la organización del Estado, la moral individual y colectiva, etc. De esta suerte, la filosofía cosmológica –escuela de Mileto, pitagóricos, eleatas, filósofos naturalistas- cedió el campo a una filosofía antropológica y social. Protágoras y Gorgias, los dos más grandes sofistas de la Antigüedad, representaron acabadamente esta tendencia. Sobre todo el primero, para quien “el hombre es la medida de todas las cosas”. Gorgias evidentemente, dedicó una mayor atención al problema gnoseológico. Este hecho, sin embargo, refuerza la tesis aquí sostenida, ya que tanto la teoría del conocimiento como la antropología significan un desplazamiento de la mirada del mundo exterior hacia el sujeto y sus funciones.

             A la analogía de Locke que hemos acogido muy justamente, así como a los sólidos argumentos pragmáticos de Mondolfo, debemos añadir nuevas consideraciones. Estas apuntan a determinados ambientes espirituales con los que el hombre se encuentra en el curso de su historia. Hay épocas de seguridad, de máxima plenitud, como épocas de incertidumbre y decadencia vital. En las primeras, el hombre vive hacia fuera, enajenado de sí, siendo su tónica el optimismo general. En las últimas, se recoge dentro de su conciencia, como en un retiro, pareciéndole el mundo extraño y peligroso. Las épocas de seguridad y optimismo no son favorables para la gestación de un pensamiento antropológico. El hombre camina sin tropiezos en un mundo hecho a su medida. La antropología es fruto de un útero fecundado por el dolor. Por ello es la hija unigénita de las épocas de incertidumbre y recogimiento. A la seguridad cosmológica y social corresponde la visión extravertida, la pupila disparada hacia la luz. A las épocas de desesperanza, la mirada interior, el párpado cerrado al horizonte extraño. Todo esto no es más que el reflejo hipertrofiado de nuestra secreta vida íntima. También individualmente atravesamos por períodos de porosidad y obliteración. En los primeros, nuestros sentidos se hallan abiertos a todas las impresiones. La receptividad es máxima; casi infantil. Vivimos hacia fuera, en una dulce evasión de las estrechas celdas de nuestra conciencia. Es como tener el alma de vacaciones. Nada detiene su libre expansión y todo impulso que la afecta es extrínseco a ella: como el viento a la veleta. El yo apenas se percibe y menos se detiene en actitud de crítica. En cambio, en los períodos de obliteración, el alma se atrinchera contra el mundo exterior. Ninguna impresión logra abatir el cerco levantado en su contorno. Más que vivir, nos miramos vivir. La mirada coartada no tiene otra alternativa que fijarse en los espesos muros del recinto que la envuelve. Descubrirá una pasión olvidada, o una esperanza frustránea. Practicará un inventario de su persona, ordenando tal vez sus actos en un haber y debe morales, para finalmente pronunciarse sobre ellos.

             Las épocas de incertidumbre –ahora resulta claro-, como los períodos de obliteración, tienen el mismo denominador: ambos son propicios para la autognosis. No así los tiempos de plenitud ni los períodos de porosidad espiritual. La atención dirigida hacia fuera, el gesto extravertido, son los carriles que nos conducen al mundo exterior, arrancándonos de nuestra intimidad. El microcosmo hombre, reproducción o símbolo del macrocosmo, no revela su secreto sino en los tiempos auténticamente antropológicos. A éstos nos hemos de referir, en visión retrospectiva, antes de delinear los cuatro perfiles que ofrece del hombre la filosofía actual.

             Ernst Cassirer, en su antropología filosófica, dice que recién con Heráclito empieza a abrirse campo el interés por el conocimiento del hombre. Pertenece a él esta grave sentencia: “La multiplicidad de los conocimientos no proporciona sabiduría”, la que le permitió caracterizar toda su filosofía con clásica formula antropológica: “Me he buscado a mí mismo”. Conviene relacionar esta expresión –dice W. Jaeger- con la siguiente: “Por muy lejos que vayas no hallarás los límites del alma”.

             Pero el auténtico período antropológico recién se inicia con Sócrates, quien adopta el lema de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Por más que Sócrates nunca aventuró una definición del hombre, aunque lo haya hecho sobre algunas virtudes humanas –la justicia, el valor, la bondad, etc.-, lo abordó sí indirectamente, valiéndose de rodeos. Esto nos aporta una nueva luz y nos da la clave positiva de su concepción del hombre. Y es que la naturaleza humana no puede ser descubierta del mismo modo en que podemos desentrañar la naturaleza de las cosas físicas. “Podemos describir las cosas físicas en los términos de sus propiedades objetivas, pero el hombre sólo se puede describir y definir en términos de su conciencia”. Aquí encontramos una nueva actitud y función del pensamiento que va a caracterizar a la filosofía socrática para diferenciarla de todas las que le precedieron. Para comprender al hombre tenemos que abordarlo directamente. En esta forma la filosofía se ha transformado de monólogo intelectual en diálogo. “Sólo por la vía del pensamiento dialogal o dialéctico podemos acercarnos al conocimiento de la naturaleza humana.” Lo filosófico y lo humano se enlazan en Sócrates de un modo directo. Este enlace plantea al mismo tiempo y por vez primera el problema del hombre como tal. ¿Qué es el hombre? ¿Cuál es la significación antropológica de la filosofía? ¿Qué logra ésta para el alma del hombre?  Mediante un rodeo, Sócrates nos hace ver que el hombre es el ser que está permanentemente en busca de sí mismo y que en todos los instantes de su existencia se halla empeñado en hacer un balance de su vida. En esta preocupación por la vida radica el valor de la misma. “Una vida no examinada no vale la pena de ser vivida”, dice Sócrates en la Apología.

             Durante la Edad Media surge una nueva imagen del hombre que se vincula con la concepción religiosa propia del cristianismo. San Agustín que vivió en el siglo IV de nuestra era, señala el paso del pensamiento griego –sobre todo del neoplatónico, dentro del cual se movió- al de la filosofía cristiana. Con San Agustín la razón pierde todo el prestigio de que hasta entonces había gozado en la tradición griega y romana. El hombre, que en su estado original era igual a su creador, a Dios, pierde dicho privilegio por el pecado de Adán. A partir de ese momento la razón se ha enturbiado y no puede encontrar el camino de retorno para volver a su pura esencia anterior. Semejante restauración sólo es posible merced a la gracia divina. “El asombro de sí mismo como unidad de vida, la extrañeza y espanto ante el alma, es uno de los motivos antropológicos fundamentales de la concepción agustiniana del mundo. El alma es el milagro más grande de este mundo. ¿Qué puede compararse con el alma? Al propio tiempo el hombre se asusta de lo que hay de inconmensurable en él; siente temor de lo desconocido que hay en él. Se busca y no se encuentra. Vaga inquieto por su propia alma.”

             Santo Tomás, en quien está vivo el pensamiento griego a través de la filosofía de Aristóteles, que en gran parte reelaboró, participa también de idéntica desconfianza con respecto a la razón. Aunque le conceda a ésta mayor poder que San Agustín, se halla, sin embargo, convencido de que la razón debe estar iluninada por la gracia de Dios. Según Santo Tomás, si una verdad racional se halla en contradicción con la verdad revelada, quiere decir que se ha hecho mal uso de la razón y aquélla deberá ser rechazada. En esta forma la teología se convierte en señora de las ciencias. Se ha operado un cambio en cuanto a la valoración tradicional que el hombre griego hacía de la razón. En vez de constituir ésta su orgullo y privilegio, es ahora su peligro y perdición. La Edad Media se debatirá dentro del círculo de hierro trazado por la dogmática de Santo Tomás.

             A comienzos de la Epoca Moderna, en el siglo XVII, encontramos a un pensador que imprimió a esta nueva antropología su expresión más patética y profunda. Tal fue el matemático y filósofo Blaise Pascal, que tuvo una vida tan inquieta como breve. La situación histórica de Pascal le permitió contemplar una imagen del mundo que difiere de la medieval. En su pensamiento confluyen los hilos que parten del Renacimiento con su nueva cosmología. Estos hilos son el sistema heliocéntrico de Copérnico, la física de Galileo y Kepler, y la metafísica de Descartes, entre otros. Aunque Pascal ya a los dieciséis años había escrito un tratado sobre las secciones cónicas, de gran fecundidad para el pensamiento geométrico, tuvo un fino sentido como filósofo para no extender indebidamente el método matemático a aquellos problemas que atañen al hombre en cuanto tal. El “espíritu geométrico” resulta apropiado para el conocimiento demostrativo de cierto tipo de verdades que se acomodan a las leyes de la lógica tradicional. Pero existe otro tipo de objetos que se resisten a someterse a las conceptuaciones lógicas. El espíritu humano caracteriza a estos últimos. Aquí entran la heterogeneidad y plasticidad, frente a la unidad y fijeza de los primeros. Quiere decir que ni la lógica ni la filosofía se hallan en condiciones de desentrañar el misterio del hombre. Por eso Pascal desespera de su conocimiento. No porque profese un escepticismo general. De ser así no habría escrito que “el hombre es una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante… Toda nuestra dignidad consiste, por lo tanto, en el pensamiento. De ahí es de donde nos es menester realzarnos, y no del espacio ni del tiempo, que no podremos llenar”. Y más adelante: “Todos los cuerpos, el firmamento, las estrellas, la tierra y sus reinos, no valen el menor de los espíritus; porque el espíritu conoce todo esto y a sí mismo; y los cuerpos, nada”.

             La lucha interior que se libra en el atormentado pensador lo inclina a veces fuertemente hacia el escepticismo y el pesimismo: “Apetecemos la verdad y no hallamos en nosotros más que incertidumbre. Buscamos la felicidad y no encontramos más que miseria y muerte”, escribe en sus pensamientos. Y la respuesta a la pregunta auténticamente antropológica adquiere un tono completamente negativo: “Qué venís a ser, oh hombres, que  buscáis cuál es vuestra verdadera condición por vuestra razón natural?... Aprended que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre, y oíd a vuestro señor cuál es vuestra condición verdadera, que ignoráis. Escuchad a Dios”.

             Resulta evidente que Pascal no nos ha ofrecido una solución positiva al problema del hombre. Cassirer advierte, muy justamente, que a la religión no se le puede exigir tal solución, de donde cualquier reproche se convierte en la mayor alabanza.

             Cosa muy distinta sucede en el mundo copernicano. Aquí el hombre se halla desamparado y solo. La tierra ha dejado de ser el centro del universo, y, con esto, aquél ha perdido su privilegio. Sin embargo, no todo son pérdidas. En el mundo precientífico, Dios monopolizaba la totalidad del poder. En cambio, en el mundo científico, el hombre se convierte en el heredero del poder divino. A su degradación en el plano de su relación con el universo, corresponde su exaltación en el dominio de la naturaleza. Si su nuevo puesto en el cosmos ya no es el privilegiado que le reconoció la teología medieval, ha ganado enormemente al saberse dependiente sólo de sus propias fuerzas.

             Las consecuencias de un cambio tan súbdito y radical no han podido menos de revestir las más variadas formas. Así, el escéptico Montaigne en sus célebres ensayos se complace en hacer resaltar la insignificancia del hombre frente al universo, burlándose de sus desmesuradas ambiciones.

             Bacon debe ser considerado, entre quienes vieron más claro. El fundamento pragmático que da al conocimiento responde al espíritu genuino de su época. En el conocido aforismo “saber es poder” se halla encerrada esta su concepción gnoseológica. El horizonte del hombre se ha ampliado ilimitadamente. Ha dejado de ser la criatura temerosa para depender de ahora en adelante sólo de sí mismo. Si antes, mediante la plegaria, sólo podía conseguir dentro de ciertos límites, y nunca se hallaba bien seguro de haber sido escuchado en sus ruegos, ahora está convencido de que su saber es el único que marca las fronteras de su poder. “Ciencia y poder humanos coinciden”, pues “a la naturaleza no se la vence si no es obedeciéndola”, y para obedecerla hay que conocerla. Su concepción pragmática del saber explica el franco rechazo que tuvo hacia Aristóteles y los escolásticos, sostenedores del valor en sí del conocimiento. En sus escritos, como por lo demás en los de los grandes metafísicos del siglo XVII –Descartes, Spinoza, Leibniz- , las ideas religiosas ocupan un lugar preferente. Fue Bacon quien dijo que un poco de ciencia aleja de Dios, pero que mucha ciencia conduce a él. Lo singular, y que merece ser resaltado, es la nueva función atribuida al pensamiento. Este ya no se limita a la mera contemplación, como sucedió en la época griega, ni se consume en estériles construcciones silogísticas, como en la edad media. Su valor se documenta en la acción. De ahora en adelante el hombre afirmará su señorío mediante el dominio de la naturaleza física. Los límites de su poder se han ensanchado enormemente gracias al descubrimiento de un nuevo instrumento: la observación y experimentación científicas. Junto con las matemáticas, perfilarán éstas la fisonomía de la Edad Moderna. En Descartes la metafísica no puede separarse de la física. Como punto de partida del filosofar cartesiano encontramos no sólo el cogito, sino el ideal de que la filosofía se constituya en una materia universal. El hombre de Descartes se halla seguro del enorme poder de la razón. Mientras nos limitemos a afirmar únicamente las ideas claras y distintas, el error permanecerá sometido a una severa interdicción. Escaparse de ésta es sólo culpa de nuestra voluntad, pues, siendo infinita y libre la voluntad, de ella depende exclusivamente prestar o excusar su adhesión a las representaciones que le ofrece el entendimiento finito. Todo hombre puede llegar al conocimiento siempre que utilice un método conveniente. Descartes, como poco antes Bacon, se abocó a la tarea de descubrir un nuevo método que nos proteja contra el error. Aquí tampoco se trata de una razón contemplativa, como la antigua, sino de una razón propiamente moderna, en el sentido de estar dirigida fundamentalmente hacia la acción.

             El racionalismo de Descartes influyó de modo notable en un contemporáneo suyo, quien profundizó en el intento de dar una teoría matemática del hombre y del mundo. Spinoza representa la solución racionalista del problema del hombre. Su propósito fundamental se halla encaminado a buscar en la filosofía el bien supremo que lleve a una bienaventuranza eterna. Este bien supremo se alcanza a través del conocimiento de Dios, que es amor intelectual a Dios. La razón matemática se convierte en la clave de toda su filosofía. El orden físico y el moral sólo pueden ser comprendidos mediante este tipo de razón. Por eso su ética, que es una teoría de las pasiones y los afectos humanos, se halla demostrada al modo geométrico, mediante proposiciones, corolarios, al igual que si fuera un tratado de geometría. Spinoza, heredero poco crítico del racionalismo cartesiano, ve en las matemáticas el instrumento que sin dificultad nos puede hacer pasar del orden físico al moral. Pues, una ética en términos de geometría no pasa de ser un absurdo.

             En el siglo XVIII la preocupación por el problema humano adquiere una madurez que antes apenas pudo ser sospechada. Fue Kant quien logró formular en los términos más explícitos la función que le corresponde cumplir a la antropología filosófica, señalando además el lugar que ésta ocupa dentro de la filosofía. Según él, el campo de esta filosofía puede ser delimitado mediante las siguientes cuatro preguntas:  “1. ¿Qué puedo saber?  2. ¿Qué debo hacer?  3. ¿Qué me cabe esperar?  4. ¿Qué es el hombre?  A la primera pregunta responde la metafísica, a la segunda la moral, a la tercera la religión y a la curta la antropología”. Y añade luego: “En el fondo, todas estas disciplinas se podrían refundir en la antropología, porque las tres primeras cuestiones revierten en la última”.

             Inútil resulta subrayar el lugar de privilegio que dentro de la filosofía le asegura Kant a la antropología filosófica. La religión, la metafísica y la moral han de hallarse avaladas por el estudio del hombre en cuanto tal. La filosofía alcanza su mayor dignidad al plantearse el problema humano como motivo central de meditación. Ninguna disciplina filosófica, de ahora en adelante, podrá ignorar que sólo en tanto cumpla con esta exigencia logrará justificarse. El estudio del hombre, de su naturaleza y esencia, ha emergido de pronto al primer plano. Pero, cosa sorprendente –observa Buber- , ni la antropología publicada por Kant ni las lecciones de antropología que se publicaron después de su muerte nos ofrecen nada que se aproxime a lo que él exigía de una antropología filosófica. Es cierto que en ellas encontramos valiosas observaciones relativas al conocimiento del hombre: sobre el egoísmo, la fantasía, los sueños, las enfermedades mentales etc.

             Conviene advertir que el escrito, publicado en 1798, corresponde a la ancianidad del filósofo. El título de la obra -Antropología en sentido pragmático- revela lo que él mismo considera como misión de esta antropología, frente a otra que llama fisiológica: investigar lo que el hombre, “como ser que obra libremente, hace, o puede y debe hacer, de sí mismo”. El conocimiento fisiológico del hombre, al contrario, investiga “lo que la naturaleza hace del hombre”.

             El tener conciencia de sí mismo constituye, para Kant, un privilegio humano, elevándose en esta forma el hombre por sobre los demás seres vivientes. La conciencia de sí hace del hombre una persona, asegurando en medio de los cambios que pueda sufrir ésta su unidad ontológica. Observa como en el niño, en cierto período de su desarrollo, se produce el descubrimiento de su conciencia. Desde ese momento deja de hablar en tercera persona y se afirma como un yo. “Antes se sentía meramente a sí mismo –dice Kant-, ahora se piensa a sí mismo.”

             Para poder señalar el carácter peculiar de la especie humana, habría que compararla con otra especie que le sea semejante. En este caso, y como la experiencia no nos ofrece otra especie de seres racionales –serían seres racionales no terrestres- , el problema se presenta como insoluble. No nos queda, pues, para caracterizarle, otra cosa sino decir de él que “tiene un carácter que él mismo se ha creado, al ser capaz de perfeccionarse de acuerdo con los fines que él mismo se señala”. Esto, unido a su carácter racional, le lleva, primero, a conservar su propia persona y su especie; segundo, a ejercitarla, instruirla y educarla para la sociedad, y tercero, a regirla como un todo sistemático.

             Ahora bien, en cuanto a la diferencia específica entre el hombre y los demás vivientes, le reconoce Kant a aquél una capacidad triple: en lo técnico, para manejar las cosas; en lo pragmático, para utilizar diestramente a otros hombres de acuerdo con sus propias intenciones, y en lo moral, para obrar respecto de sí y de los demás con arreglo al principio  de la libertad bajo leyes.

             La capacidad técnica parece encontrarse fundada ya en la simple forma y organización de la mano, por cuya estructura y delicado tacto la naturaleza le ha hecho apto para manejar las cosas no sólo de una única manera, sino de las más variadas y, por lo tanto, para el empleo de la razón.

             La capacidad pragmática muestra al hombre como a un ser menesteroso de educación y susceptible de civilizarse por la cultura. Subraya el hecho de que entre los demás animales abandonados a sí mismos logra cada individuo realizar su destino completo, mientras que entre los hombres sólo lo realiza la especie en su totalidad. El progreso humano se muestra así como una marcha hacia un fin que seguirá siempre siendo algo en perspectiva, aunque la tendencia a este fin último, por más que pueda ser frecuentemente estorbada, no podrá nunca volverse completamente retrógrada.

             La capacidad moral, finalmente, enlaza con su concepción optimista sobre la especie humana: que su destino natural consiste en el progreso continuo hacia lo mejor. El hombre, como ser racional, está destinado a vivir en una sociedad civil, y en ella, por medio de las artes y las ciencias, a cultivarse, civilizarse y moralizarse, por fuerte que pueda ser su propensión animal a entregarse a las comodidades de la buena vida que él llama felicidad.

             Por cualquiera de estas tres formas de capacidad humana –técnica, pragmática o moral- , reside en su esencia misma, dice Kant, puede diferenciarse radicalmente el hombre de los demás animales.

             Después de Kant, el problema antropológico recibe un nuevo impulso en la obra de Hegel. Desgraciadamente, las alusiones al hombre concreto, de quien debe arrancar una genuina antropología filosófica, constituyen momentos fugaces, por más que profundos, dentro de su pensamiento. Esto, pese a que la filosofía del espíritu contempla a la antropología como una de las tres partes en que subdivide el espíritu subjetivo, siendo las otras dos la fenomenología y la psicología.

             Para Hegel, lo Absoluto es el espíritu. No hay otra definición más exhaustiva de aquél, y sólo a través del espíritu se puede comprender lo Absoluto en su evolución dialéctica. Por esto mismo, el espíritu no es nada rígido, sino que es un movimiento. Como movimiento lógico-dialéctico se desarrolla y asume sus diversas fases:  a) Como ser en sí es espíritu subjetivo;  b) como ser fuera de sí es espíritu objetivo, y  c) como ser en y para sí es espíritu absoluto.

             El espíritu objetivo ( Derecho, Moralidad y Eticidad ) y el absoluto ( Arte, Religión revelada y filosofía ) son estadios en que Hegel no trata de la persona espiritual concreta, sino de sus manifestaciones externas. Por motivo tan especial, su consideración sólo se justificaría en una filosofía de la cultura o en una antropología cultural, pero no nos ayudaría a penetrar en la genuina intimidad humana.

             En su antropología, que constituye una de las subdivisiones del espíritu subjetivo, como llevamos dicho, Hegel, al igual que Kant, se ocupa del hombre en un sentido en cierta forma naturalista: trata de las relaciones de los sexos, del sueño, la vigilia, el idiotismo, la distracción, la locura, etc. La última parte de aquélla, que trata del “alma real”, tiene mucho mayor valor que las anteriores, conteniendo su pensamiento antropológico más decantado a la par que original.

             El cuerpo es para Hegel la exterioridad del alma. Esta se manifiesta a través de aquél, quien la representa como un signo. El alma se mueve libremente dentro del cuerpo, triunfante de las oposiciones que obstaculizaban su idealidad. El cuerpo revela así externamente la naturaleza más elevada del espíritu que lo anima.

             Hegel, presta gran atención a lo somático humano. Y, lo que es más significativo aún, se refiere concretamente a los fenómenos de la expresión, con lo que se anticipa a los logros más fecundos de la antropología filosófica del presente.

             La posición “recta vertical”constituye para Hegel el “gesto absoluto” del hombre. De igual modo la mano, en cuanto “órgano absoluto”, no tiene paralelo en el mundo animal. La docilidad de este instrumento le permite adaptarse a los múltiples designios de la voluntad. Los gestos empiezan regularmente por la mano, para luego ser continuados por las demás partes del cuerpo.

             La expresión espiritual, sin embargo, se concentra principalmente en el rostro. Esto, porque la vida espiritual tiene su principal asiento en la cabeza, resultando el rostro lo más próximo al espíritu. Los gestos más expresivos aparecen en la boca y su contorno, debido a que de ella parten las expresiones del lenguaje, que acarrean diversas modificaciones de los labios. La risa y el llanto constituyen otras formas típicas de expresión humana.

             Por debajo de las diversas expresiones de la fisonomía y los gestos, Hegel reconoce la existencia de un simbolismo que apunta a su significación ideal. Pero, dada la gran dificultad para descubrir dicho simbolismo, se limita a enumerar el sentido de los fenómenos más conocidos. Así, se refiere a los diversos movimientos de la cabeza por los cuales expresamos nuestro asentimiento, disconformidad, sorpresa, etc., y aun a la manera de caminar. Piensa Hegel que por esta última se puede conocer a las diferentes personas, pues en ellas reflejan no sólo su carácter y temperamento, sino también su educación.

             La vivacidad de la fisonomía y los gestos se halla más desarrollada en el hombre inculto que en el civilizado. Como aquél no sabe reprimir la violencia de sus emociones, sino que se apoderan de todo su ser, no encuentra otro camino para exteriorizarlas que desplegar un vasto repertorio de gestos y visajes fisonómicos, por los que “el hombre interior sale cómicamente al exterior”. En cambio, el hombre civilizado, que reprime la violencia de sus emociones, es parco en dichos gestos y apela a la palabra para expresarlas. La máscara inmóvil que usaron los antiguos en el teatro cumplía la función de ocultar la expresividad fisonómica, exaltando así la importancia de la palabra.

             “Toda fisonomía –escribe más adelante- tiene una expresión tras de la cual se ve aparecer al primer golpe de vista una individualidad agradable o desagradable, fuerte o débil. Ante esta apariencia formamos instintivamente el primer juicio general sobre los demás.” Y líneas después: “Por sus acciones, más bien que por sus rasgos exteriores, es por lo que se conoce al hombre”.

             Las transcripciones anteriores no pueden dejar de perturbar a un conocedor de Scheler. En rigor, la axiología, la antropología, así como las investigaciones schelerianas sobre el conocimiento del yo ajeno, presuponen la vigencia de dichas tesis. En lo que respecta a la axiología, cuando Scheler afirma la independencia del valor con respecto a los depositarios de dicho valor, ejemplifica diciendo que “un hombre nos resulta desagradable y repulsivo, o agradable y simpático, sin que podamos indicar en qué consiste eso…” Resulta evidente que Scheler alude al reconocimiento de los fenómenos de la expresión como fundamentales.

             La tesis hegeliana relativa a que el hombre se conoce por sus acciones más bien que por sus rasgos exteriores, encuentra en Scheler la más franca adhesión: “La persona existe exclusivamente en la realización de sus actos”, escribe en la Etica. Y, en el capítulo relativo a la concepción teórica de la persona en general, leemos lo siguiente: “Ciertamente la persona existe y se vive únicamente como ser realizador de actos…”De igual modo, en su antropología, concibe el espíritu como actualidad pura, pues “su ser se agota en la libre realización de sus actos”.

             Las coincidencias son de sobra evidentes para insistir en ellas. Los análisis de Scheler sobre el conocimiento del yo ajeno, sobre el que tendremos ocasión de volver más adelante, cuentan con el indudable antecedente hegeliano. Claro está que en Scheler los desarrollos son más amplios, apareciendo además iluminados bajo una nueva luz.

             Finalmente, Hegel se refiere a la existencia de una conciencia de sí que reconoce otra conciencia de sí, y que son como los dos términos de los cuales el uno existe para el otro. “Yo me veo a mí mismo en mi contrario, en cuanto yo –escribe- ; pero veo también en este contrario otro objeto que está en estado inmediato, en cuanto yo, que es completamente independiente frente a mí.” La relación entre ambos yo, en estado natural, es una relación de lucha. Existe combate, por cuanto yo no puedo reconocerme como yo mismo en mi contrario, motivo que lleva a suprimir esta inmediatidad. Este combate es de vida o muerte, dice Hegel. “Cada una de las dos conciencias de sí pone en peligro a la otra, y se pone a sí misma en peligro; pero solamente en peligro, porque cada una de ellas tiene muy bien a la vista la conciencia de su vida, en cuanto ésta constituye la existencia de su libertad.” La libertad únicamente puede ser conquistada por la lucha. De ahí que para ser libres no basta que lo afirmemos, sino que es poniendo nuestra vida y la de los demás en peligro que podemos probar nuestra aptitud para la libertad.

             La formulación kantiana de la misión asignada a la antropología filosófica, que ya en el siglo XIX encontró eco en Hegel, así como entre algunos de sus discípulos, como Feuerbach y Marx, ha cobrado en nuestro tiempo una vigencia y claridad inéditas. Efectivamente, la filosofía contemporánea se ha hecho cargo, como antes no lo hizo ninguna otra, del problema del hombre, de su esencia y destino. Por este motivo nos corresponde analizar ahora los factores que han contribuido a que las mejores cabezas de nuestro siglo hayan desembocado hacia las formas de un pensamiento genuinamente antropológico.

             Max Scheler, en su importante trabajo El puesto del hombre en el cosmos, comienza diciendo que si se pregunta a un europeo culto lo que piensa al oir la palabra “hombre”, empezarán a rivalizar en su cabeza tres círculos de ideas, ampliamente divergentes entre sí: “Primero, el círculo de ideas de la tradición judeocristiana: Adán y Eva, la creación, el Paraíso, la caída. Segundo, el círculo de ideas de la antigüedad clásica; aquí la conciencia que el hombre tiene de sí mismo se elevó por primera vez en el mundo de un concepto de su posición singular mediante la tesis de que el hombre es hombre porque posee “razón”… Con esta concepción se enlaza estrechamente la doctrina de que el universo entero tiene por fondo una “razón” sobrehumana, de la cual participa el hombre y sólo el hombre entre todos los seres. El tercer círculo de ideas es el círculo de las ideas forjadas por la ciencia moderna de la naturaleza y por la psicología genética, y que se han hecho tradicionales también hace mucho tiempo… Estos tres círculos de ideas carecen entre sí de toda unidad. Poseemos, pues, una antropología científica, otra filosófica y otra teológica, que no se preocupan una de otra. Pero no poseemos una idea unitaria del hombre. Por otra parte, la multitud siempre creciente de ciencias especiales que se ocupan del hombre ocultan la esencia de éste mucho más de lo que iluminan, por valiosas que sean. Si se considera, además, que los tres citados círculos de ideas tradicionales están hoy un tanto quebrantados… , cabe decir que en ninguna época de la historia ha resultado el hombre tan problemático para sí mismo como en la actualidad.

             Señalar las causas históricas que han determinado la crisis actual del conocimiento del hombre a que alude Scheler no es tarea fácil, pues entran en juego motivaciones científicas, filosóficas, religiosas y político-sociales en distinto grado. Conviene de todos modos, señalar algunas de estas presuntas causas, mucho más si su conocimiento nos ayudará a comprender la razón por la cual el problema antropológico ha venido a ocupar el primer plano dentro de la meditación filosófica del presente.

             Algunos señalan como decisiva la liquidación del idealismo alemán llevada a cabo hacia 1840 por las ciencias naturales que se arrogaban la exclusividad de ofrecer una visión general de las cosas. El lema de los materialistas alemanes –escribe Radl- “era que el hombre sólo es un ser terrestre, un fruto de la Tierra, como los animales; y no tenían que buscar muy lejos las imágenes para expresar esta idea: el hombre es lo que come, sin fósforo no hay ideas, las ideas son filtradas en el cerebro como la orina en los riñones y si existe un soberano sobre la Tierra sólo lo es el Sol; la Tierra nos ha creado, nos da alimentación y movimiento. Büchner enseña: somos hijos del Sol, del Sol cuya omnipotencia es la gravitación universal, cuya sabiduría es la conservación de la energía y cuya eternidad es la materia… Büchner, Vogt y Moleschott sólo significan lo extremo de una tendencia que en forma más moderada halló eco general alrededor de 1860”.

             Esta tendencia de repudio hacia el idealismo de los herederos de Kant, débilmente fundamentada por los materialistas alemanes, se vio de pronto iluminada por una nueva luz con la aparición de las doctrinas transformistas de Darwin. En El origen de las especies (1859) y luego más tarde y de modo mucho más explícito en El origen del hombre (1871), Darwin desarrolló sus conocidas leyes biológicas sobre la lucha por la vida, la supervivencia de los más aptos y la selección sexual, trazando de esta manera un amplio diseño antropológico basado en los principios del transformismo. A su vez Spencer, que con Comte fundara la doctrina positivista y la representara en Inglaterra, despertó en este país un interés equivalente al promovido por Darwin. El evolucionismo de Spencer, que abarcaba no sólo el plano biológico, sino el físico y el social, le sirvió para elaborar una imagen del hombre y de la cultura sustentada sobre las leyes que regulan la evolución del universo. No sólo su Psicología, aparecida en 1855 y reelaborada posteriormente, sino también su famoso ensayo sobre el progreso de la humanidad de 1857, encontraron amplia acogida en la conciencia de su época, la que justamente ha sido caracterizada por la fe profesada hacia dicho progreso, fe que en nuestro siglo ha entrado en crisis.

             Si en el orden científico y filosófico las doctrinas positivistas y materialistas de la segunda mitad del pasado siglo han proyectado un nuevo interés hacia el estudio del hombre, tenemos que reconocer también las incitaciones provenientes de otros ordenes y que de igual manera han contribuido a la madurez del problema antropológico. Martin Buber señala a este propósito la acción ejercida por dos factores: el primero es de índole sociológica, y el segundo se halla ligado a la historia del alma humana, que ha experimentado su torpeza y fracaso en tres campos diferentes: el de la técnica, el de la economía y el de la política.

             En cuanto al primer factor  –el sociológico-,  alude Buber a la disolución de las viejas formas orgánicas de la convivencia humana directa. Dentro de este grupo considera aquellas comunidades que, cuantitativamente, son lo bastante reducidas para permitir el contacto permanente entre los miembros que la integran, mientras que, cualitativamente, sus componentes se sienten formar parte de las mismas debido al destino y a la tradición vital: familia, gremio, comunidad aldeana y urbana. Las nuevas formas de sociedad que desde el siglo XIX  han venido a substituirlas, tales como el sindicato y el partido, no han sido capaces de compensar al hombre de esa seguridad sociológica perdida, emergente de las relaciones humanas naturales, motivo por el cual se siente abandonado en cuanto escapa del adormecimiento en que lo asume el tráfago de sus ocupaciones diarias.

             El segundo factor, cuya peculiaridad es certeramente denominada como “el rezago del hombre tras sus obras”, alude al fracaso del alma contemporánea en los campos de la técnica, la economía y la política. Así, en el primero, la máquina, que fue inventada para servir al hombre, lo ha puesto a éste a su servicio; ya no es, como la herramienta, una prolongación de su brazo, sino que el hombre es miembro pegadizo de aquélla. En el campo de la economía, la producción, que tuvo que aumentar vertiginosamente a fin de satisfacer la demanda de un número siempre creciente de hombres, no ha logrado desembocar racionalmente. Igual cosa acontece en la política; el hombre se ha ido dando cuenta, sobre todo después de la primera guerra mundial, de que se encuentra entregado a fuerzas inabordables, las que de continuo se desatan, como burlándose de los designios humanos. El mundo creado por el hombre se le emancipa y enfrenta con fuerza e independencia elementales, “como si hubiera olvidado la fórmula que podría conjurar el hechizo que desencadenó una vez”. Por eso considera Buber que no es una casualidad, sino algo pleno de sentido, que los trabajos más importantes de antropología filosófica hayan aparecido en la primera década que siguió a la primera guerra mundial.

             Sin pretender que las motivaciones señaladas sean las únicas, aunque tal vez las de mayor bulto y presencia más objetiva, debemos ocuparnos de las cuatro visiones antropológicas fundamentales que ha forjado la filosofía de nuestro tiempo. (El hombre natural, el hombre espiritual, el hombre simbólico y el hombre temporal).