División de los gobiernos
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Texto 15

Aristóteles. Política (siglo IV AC).

 Capítulo IV. División de los gobiernos y de las constituciones.

 Una vez fijados estos puntos, la primera cuestión que se presenta es la siguiente: ¿Hay una o muchas constituciones políticas? Si existen muchas, ¿cuáles son su naturaleza, su número y sus diferencias?

La constitución es la que determina con relación al Estado la organización regular de todas las magistraturas, sobre todo de la soberana, y el soberano de la ciudad es en todas partes el gobierno; el gobierno es, pues, la constitución misma. Me explicaré: en las democracias, por ejemplo, es el pueblo el soberano; en las oligarquías, por el contrario, lo es la minoría compuesta de los ricos; y así se dice que las constituciones de la democracia y de la oligarquía son esencialmente diferentes; y las mismas distinciones podemos hacer respecto de todas las demás.

 Aquí es preciso recordar cuál es el fin asignado por nosotros al Estado, y cuáles son las diversas clases que hemos reconocido en los poderes, tanto en los que se ejercen sobre el individuo como en los que se refieren a la vida común. En el principio de este trabajo hemos dicho, al hablar de la administración doméstica y de la autoridad del señor, que el hombre es por naturaleza sociable, con lo cual quiero decir que los hombres, aparte de la necesidad de auxilio mutuo, desean invenciblemente la vida social. Esto no impide que cada uno de ellos la busque movido por su utilidad particular y por el deseo de encontrar en ella la parte individual de bienestar que pueda corresponderle. Este es, ciertamente, el fin de todos en general y de cada uno en particular; pero se unen, sin embargo, aunque sea únicamente por el solo placer de vivir; y este amor a la vida es, sin duda, una de las perfecciones de la humanidad. Y aun cuando no se encuentre en ella otra cosa que la seguridad de la vida, se apetece la asociación política, a menos que la suma de males que ella cause llegue a hacerla verdaderamente intolerable. Ved, en efecto, hasta qué punto sufren la miseria la mayor parte de los hombres por el simple amor de la vida; la naturaleza parece haber puesto en esto un goce y una dulzura inexplicables.

 Por lo demás, es bien fácil distinguir los diversos poderes de que queremos hablar aquí, y que son con frecuencia objeto de discusión de nuestras obras exotéricas. Bien que el interés del señor y el de su esclavo se identifiquen, cuando es verdaderamente la voz de la naturaleza la que le asigna a aquellos el puesto que ambos deben ocupar, el poder del señor tiene sin embargo, por objeto directo la utilidad del dueño mismo, y fin accidental la ventaja del esclavo, porque, una vez destruido el esclavo, el poder del señor desaparece con él. El poder del padre sobre los hijos, sobre la mujer, sobre la familia entera, poder que hemos llamado doméstico, tiene por objeto el interés de los administrados, o, si se quiere, un interés común a los mismos y al que los rige. Aun cuando este poder esté constituido principalmente en bien de los administrados puede, según sucede en muchas artes, como en la medicina y la gimnástica, convertirse secundariamente en ventaja del que gobierna. Así, el gimnasta puede muy bien mezclarse con los jóvenes a quienes enseña, como el piloto es siempre a bordo uno de los tripulantes. El fin a que aspiran así el gimnasta como el piloto es el bien de todos los que están a su cargo; y si llega el caso de que se mezclen con sus subordinados, sólo participan de la ventaja común accidentalmente, el uno como simple marinero, el otro como discípulo, a pesar de su cualidad de profesor. En los poderes políticos, cuando la perfecta igualdad de los ciudadanos, que son todos semejantes, constituye la base de aquellos, todos tienen el derecho de ejercer la autoridad sucesivamente. Por lo pronto, todos consideran, y es natural, esta alternativa como perfectamente legítima, y conceden a otro el derecho de resolver acerca de sus intereses, así como ellos han decidido anteriormente de los de aquél; pero, más tarde, las ventajas que proporcionan el poder y la administración de los intereses generales inspiran a todos los hombres el deseo de perpetuarse en el ejercicio del cargo; y si la continuidad en el mando pudiese por sí sola curar infaliblemente una enfermedad de que se viesen atacados, no serían más codiciosos en retener la autoridad una vez que disfrutan de ella.

 Luego, evidentemente, todas las constituciones hechas en vista del interés general son puras porque practican rigurosamente la justicia; y todas las que sólo tienen en cuenta el interés personal de los gobernantes están viciadas en su base, y no son más que una corrupción de las buenas constituciones; ellas se aproximan al poder del señor sobre el esclavo, siendo así que la ciudad no es más que una asociación de hombres libres.

 Después de los principios que acabamos de sentar, podemos examinar el número y la naturaleza de las constituciones. Nos ocuparemos primero de las constituciones puras; y una vez fijadas éstas, será fácil reconocer las constituciones corruptas.

 Capítulo V. División de los gobiernos.

 Siendo cosas idénticas el gobierno y la constitución, y siendo el gobierno señor supremo de la ciudad, es absolutamente preciso que el señor sea o un solo individuo, o una minoría, o la multitud de los ciudadanos. Cuando el dueño único, o la minoría, o la mayoría, gobiernan consultando el interés general, la constitución es pura necesariamente; cuando gobiernan en su propio interés, sea el de uno solo, sea el de la minoría, sea el de la multitud, la constitución se desvía del camino trazado por su fin, puesto que, una de dos cosas, o los miembros de la asociación no son verdaderamente ciudadanos o lo son, y en este caso deben tener su parte en el provecho común.

 Cuando la monarquía o gobierno de uno solo tiene por objeto el interés general, se le llama comúnmente reinado. Con la misma condición, al gobierno de la minoría, con tal que no esté limitada a un solo individuo, se le llama aristocracia; y se la denomina así, ya porque el poder está en manos de los hombres de bien, ya porque el poder no tiene otro fin que el mayor bien del Estado y de los asociados. Por último, cuando la mayoría gobierna en bien del interés general, el gobierno recibe como denominación especial la genérica de todos los gobiernos, y se le llama república. Estas diferencias de denominación son muy exactas. Una virtud superior puede ser patrimonio de un individuo o de una minoría; pero a una mayoría no puede designársela por ninguna virtud especial, si se exceptúa la virtud guerrera, la cual se manifiesta principalmente en las masas; como lo prueba el que, en el gobierno de la mayoría, la parte más poderosa del Estado es la guerrera; y todos los que tienen armas son en él ciudadanos.

 Las desviaciones de estos gobiernos son: la tiranía, que lo es del reinado; la oligarquía, que lo es de la aristocracia; la demagogia, que lo es de la república. La tiranía es una monarquía que sólo tiene por fin el interés personal del monarca; la oligarquía tiene en cuenta tan sólo el interés particular de los ricos; la demagogia, el de los pobres. Ninguno de estos gobiernos piensa en el interés general.

 Es indispensable que nos detengamos algunos instantes a notar la naturaleza propia de cada uno de estos tres gobiernos; porque la materia ofrece dificultades. Cuando observamos las cosas filosóficamente, y no queremos limitarnos tan sólo al hecho práctico, se debe, cualquiera que sea el método que por otra parte se adopte, no omitir ningún detalle ni despreciar ningún pormenor, sino mostrarlos todos en su verdadera luz.

 La tiranía, como acabo de decir, es el gobierno de uno solo, que reina como señor sobre la asociación política; la oligarquía es el predominio político de los ricos; y la demagogia, por el contrario, el predominio de los pobres con exclusión de los ricos. Veamos una objeción que se hace a esta última definición. Si la mayoría, dueña del Estado, se compone de ricos, y el gobierno es de la mayoría, se llama demagogia; y, recíprocamente, si da la casualidad de que los pobres, estando en minoría relativamente a los ricos, sean, sin embargo, dueños del Estado, a causa de la superioridad de sus fuerzas, debiendo el gobierno de la minoría llamarse oligarquía, las definiciones que acabamos de dar son inexactas. No se resuelve esta dificultad mezclando las ideas de riqueza y minoría, y las de miseria y mayoría, reservando el nombre de oligarquía para el gobierno en que los ricos, que están en minoría, ocupen los empleos, y el de la demagogia para el Estado en que los pobres, que están en mayoría, son los señores.

 Porque, ¿cómo clasificar las dos formas de constitución que acabamos de suponer: una en que los ricos forman la mayoría; otra en que los pobres forman la minoría; siendo unos y otros soberanos del Estado, a no ser que hayamos dejado de comprender en nuestra enumeración alguna otra forma política? Pero la razón nos dice sobradamente que la dominación de la minoría y de la mayoría son cosas completamente accidentales, ésta en las oligarquías, aquélla en las democracias; porque los ricos constituyen en todas partes la minoría, como los pobres constituyen dondequiera la mayoría. Y así, las diferencias indicadas más arriba no existen verdaderamente. Lo que distingue esencialmente la democracia de la oligarquía es la pobreza y la riqueza; y dondequiera que el poder está en manos de los ricos, sean mayoría o minoría, es una oligarquía; y dondequiera que esté en las de los pobres, es una demagogia. Pero no es menos cierto, repito, que generalmente los ricos están en minoría y los pobres en mayoría; la riqueza pertenece a pocos, pero la libertad a todos. Estas son las causas de las disensiones políticas entre ricos y pobres. Veamos ante todo cuáles son los límites que se asignan a la oligarquía y a la demagogia, y lo que se llama derecho en una y en otra. Ambas partes reivindican un cierto derecho, que es muy verdadero.

Pero de hecho su justicia no pasa de cierto punto, y no es el derecho absoluto el que establecen ni los unos ni los otros. Así, la igualdad parece de derecho común, y sin duda lo es, no para todos, sin embargo, sino sólo entre iguales; y lo mismo sucede con la desigualdad; es ciertamente un derecho, pero no respecto de todos, sino de individuos que son desiguales entre sí. Si se hace abstracción de los individuos, se corre el peligro de formar un juicio erróneo. Lo que sucede en esto es que los jueces son jueces y partes, y ordinariamente es uno mal juez en causa propia. El derecho limitado a algunos, pudiendo aplicarse lo mismo a las cosas que a las personas, como dije en la Moral, se concede sin dificultad cuando se trata de la igualdad misma de la cosa, pero no así cuando se trata de las personas a quienes pertenece esta igualdad; y esto, lo repito, nace de que se juzga muy mal cuando está uno interesado en el asunto. Porque unos y otros son expresión de cierta parte del derecho, ya creen que lo son del derecho absoluto: de un lado, superiores unos en un punto, en riqueza, por ejemplo, se creen superiores en todo; de otro, iguales otros en un punto, de libertad, por ejemplo, se creen absolutamente iguales. Por ambos lados se olvida lo capital.

 Si la asociación política sólo estuviera formada en vista de la riqueza, la participación de los asociados en el Estado estaría en proporción directa de sus propiedades, y los partidarios de la oligarquía tendrían entonces plenísima razón; porque no sería equitativo que el asociado que de cien minas sólo ha puesto una tuviese la misma parte que el que hubiere suministrado el resto, ya se aplique esto a la primera entrega, ya a las adquisiciones sucesivas. Pero la asociación política tiene por fin, no sólo la existencia material de todos los asociados, sino también su felicidad y su virtud; de otra manera podría establecerse entre esclavos o entre otros seres que no fueran hombres, los cuales no forman asociación por ser incapaces de felicidad y de libre albedrío.

 La asociación política no tiene tampoco por único objeto la alianza ofensiva y defensiva entre los individuos, ni sus relaciones mutuas, ni los servicios que pueden recíprocamente hacerse; porque entonces los etruscos y los cartagineses, y todos los pueblos unidos mediante tratados de comercio, deberían ser considerados como ciudadanos de un solo y mismo Estado, merced a sus convenios sobre las importaciones, sobre la seguridad individual, sobre los casos de una guerra común; aunque cada uno de ellos tiene, no un magistrado común para todas estas relaciones, sino magistrados separados, perfectamente indiferentes en punto a la moralidad de sus aliados respectivos, por injustos y por perversos que puedan ser los comprendidos en estos tratados, y atentos sólo a precaver recíprocamente todo daño.

 Pero como la virtud y la corrupción política son las cosas que principalmente tienen en cuenta los que sólo quieren buenas leyes, es claro que la virtud debe ser el primer cuidado de un Estado que merezca verdaderamente este título, y que no lo sea solamente en el nombre. De otra manera, la asociación política vendría a ser a modo de una alianza militar entre pueblos lejanos, distinguiéndose apenas de ella por la unidad de lugar; y la ley entonces sería una mera convención; y no sería, como ha dicho el sofista Licofrón, “otra cosa que una garantía de los derechos individuales, sin poder alguno sobre la moralidad y la justicia personal de los ciudadanos”. La prueba de esto es bien sencilla. Reúnanse con el pensamiento localidades diversas y enciérrense dentro de una sola muralla a Megara y Corinto; ciertamente que no por esto se habrá formado con tan vasto recinto una ciudad única, aun suponiendo que todos los en ella encerrados hayan contraído entre sí matrimonio, vínculo que se considera como el más esencial de la asociación civil. O si no, supóngase cierto número de hombres que viven aislados los unos de los otros, pero no tanto, sin embargo, que no puedan estar en comunicación; supóngase que tienen leyes comunes sobre la justicia mutua que deben observar en las relaciones mercantiles, pues que son, unos carpinteros, otros labradores, zapateros, etc., hasta el número de diez mil, por ejemplo; pues bien, si sus relaciones se limitan a los cambios diarios y a la alianza en caso de guerra, esto no constituirá todavía una ciudad. ¿Y por qué?

 En verdad no podrá decirse que en este caso los lazos de la sociedad no sean bien fuertes. Lo que sucede es que cuando una asociación es tal que cada uno sólo ve el Estado en su propia casa, y la unión es sólo una simple liga contra la violencia, no hay ciudad, si se mira de cerca; las relaciones de la unión no son en este caso más que las que hay entre individuos aislados. Luego, evidentemente, la ciudad no consiste en la comunidad del domicilio, ni en la garantía de los derechos individuales, ni en las relaciones mercantiles y de cambio; estas condiciones preliminares son indispensables para que la ciudad exista; pero aun suponiéndolas reunidas, la ciudad no existe todavía. La ciudad es la asociación del bienestar y de la virtud, para bien de las familias y de las diversas clases de habitantes, para alcanzar una existencia completa que se baste a sí misma [...] Y así la asociación política tiene, ciertamente, por fin la virtud y la felicidad de los individuos, y no sólo la vida común.

Aristóteles. Política (Austral, Madrid, 2000).